Hace muchos aňos, aprendí de primera mano lo importante que puede ser el escuchar a una persona. Yo era una adolescente y vivía todavía en casa de mis padres. Una noche, por ahí de las tres de la maňana sonó el teléfono. Por supuesto yo estaba completamente dormida a esa hora, pero al tener como típica adolescente, el teléfono junto a mi cama, lo contesté antes que sonara dos veces y con dificultad articulé un callado “Bueno”. La voz del otro lado era la de una mujer que no reconocí. Inmediatamente me pidió una disculpa por haber llamado a esa hora. Me dijo además que no nos conocíamos, que había marcado mi número de teléfono al azar y que nunca volvería a llamar, simplemente porque no tenía ni idea del número que había marcado. Después respiró profundamente y me pidió que no le fuera a colgar, que no tenía que decirle absolutamente nada, pero que por lo que más quisiera, no le colgara. Como es de imaginarse, yo estaba entre intrigada y sorprendida, le dije que podía hablar y le aseguré que no colgaría. Me contó la historia de su vida; una historia triste y sórdida, la cual incluía el abandono, la prostitución, la violencia. No sé cuánto tiempo pasé escuchando a la mujer que a veces se sentía enojada, otras desesperada, otras muchas avergonzada y que lloraba inconsolablemente. Después de lo que me pareció una historia de horror y de una pausa un tanto larga, en la que la mujer (de la que nunca supe su nombre) se sonó y suspiró un par de veces, volví a escuchar su voz, mucho menos pesada, más clara y sin duda, más tranquila. “Todavía estás ahí?” me preguntó y le respondí que sí. “Gracias por escucharme” me dijo “nunca te volveré a llamar, pero quiero que sepas que antes de marcar tu número había marcado varios y todas las personas me habían colgado. No tenía a nadie a quien decirle todo lo que me había traído a este punto de mi vida y si tú me hubieras colgado, había decidido no marcar ningún otro número. En lugar de eso, me iba a suicidar.
Esta es una historia extrema, que por supuesto marcó mi vida y desde muy jóven supe que el hecho de tener la paciencia y la atención de escuchar a los demás, puede hacer una diferencia muy grande en la vida de otra persona. Hoy, como madre, sé que los padres no podemos dejar de escuchar a nuestros hijos. Lo que ellos piensan, sienten y viven nos puede dar la pauta para saber cómo podemos apoyarles y ayudarles a pasar los retos que se les presenten. Desafortunadamente, muchas veces los padres estamos tan ocupados que cuando vemos a los hijos simplemente los saludamos y comenzamos a “decirles” lo que tienen que hacer y a “ordenarles” una serie de cosas, en lugar de “preguntarles” y “escuchar” lo que ellos tienen que decir. Si cuando nuestros hijos nos cuentan sus cosas tratamos de verlas desde su punto de vista y, sobre todo, si no nos da un ataque de amnesia y no se nos olvida que también un día tuvimos su edad, seremos además de sus padres, amigos con quienes se pueden comunicar y divertirse y una vez establecida esa relación de confianza, podemos aconsejarles en lugar de regaňarles y nuestros consejos serán entonces mucho mejor recibidos. Haciéndoles preguntas abiertas a las que no puedan responder con un sí o un no, lograremos que nos cuenten sus historias.
Piénselo, si no sabemos lo que nuestros sienten y piensan, ¿cómo podremos cumplir con nuestra obligación de orientarles?
Recordemos que a esa edad nosotros tampoco teníamos la madurez con la que contamos hoy y que nosotros también necesitábamos de alguien que nos escuchara sin juzgarnos primero y que después nos orientara
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