Yo no se a usted, pero a mi me costó mucho trabajo adaptarme a vivir en los Estados Unidos. Me tomó 5 años tan sólo comenzar a lograrlo. Es decir, cinco años para dejar de llorar todos los días, para acostumbrarme a que mi teléfono nunca sonara, para aceptar que nadie iba a llegar a visitarme a la casa y para entender que aunque me asomara a la ventana o saliera a la calle, no vería ninguna cara conocida.
Se dice fácil, pero el aceptar cada una de estas cosas, era ir matando lo que yo amaba mas, pero eso no era lo peor. La idea de no ver seguido a la familia y los amigos, tan amados todos, me resultaba insoportable.
En mi mente siempre estaba el pensamiento de lo que haría cuando volviera a vivir a México, mi tan amado país. La imaginación me traicionaba e, inesperadamente, en mi mente revivía las imágenes de sitios y escenas tan familiares de una forma tan real, que a veces temía perderme de la realidad. Los conocidos sonidos, olores y colores grabados en mi mente, hacían imposible que desapareciera el dolor de no estar en mi tierra, cerca de lo que consideraba tan mío.
Una noche, mi marido hizo un comentario que me cimbró, que movió todas las fibras en mi interior y prácticamente me sacó todo el aire, al punto de no poder respirar. “Yo creo que nos vamos a quedar a vivir en Santa Barbara definitivamente” –dijo pensativo. “Ya estamos aquí y es mejor que nos quedemos por nuestras hijas y por nosotros. El aire es más limpio, hay mucha más seguridad, el tráfico no es un problema y la calidad de vida es superior.” Yo le escuchaba como a la distancia. El esperaba una respuesta, pero mi mente era un torbellino que no me permitía formular palabra alguna. Sabía que él tenía razón, pero no quería seguirle escuchando. Mis ojos lloraron por días enteros, mientras mi mente y mi corazón sangraban hasta quedar secos.
Sorpresivamente, todo ese dolor sirvió para algo. Terminé de llorar el pasado y comencé a aceptar mi nueva realidad.
Por cinco años me había sentido como si estuviera parada sobre una grieta muy profunda con un pie en cada lado. Era como si en cualquier momento me fuera a tragar la tierra. A partir de esa noche, todo fue diferente. Me dí cuenta que por fin había logrado poner los dos pies del mismo lado, en tierra sólida y que por fin podía comenzar a caminar con paso firme y así lo hice.
Quise compartir esta historia para brindar un rayito de esperanza a todas aquellas personas que han pasado o están pasando por una situación similar a la que yo pasé. Cuando estamos en este país pensando solo en volver al nuestro, estamos haciendo imposible nuestra vida y nuestro progreso aquí. Si trabajamos nada más para juntar algo de dinero y regresarnos a vivir a nuestra tierra, al poco tiempo tendremos que volver acá para juntar más dinero, pero como nos fuimos, al volver tendremos que comenzar desde abajo y eso se convierte en el cuento de nunca acabar.
Es más fácil adaptarnos y tener una mejor vida aquí, que quedarnos atorados en un ir y venir que no nos permite avanzar ni aquí ni allá. De cualquier modo, adaptarnos no significa que olvidemos nuestra patria, ni a los seres queridos. No estamos dándole la espalda a nada ni a nadie. Simplemente, nos estamos forjando un futuro mejor y nadie nos puede condenar por ello.
Adaptarse no es olvidar, adaptarse es darse a uno mismo la oportunidad de progresar.